Solo por ver tu sonrisa...

Solo por ver tu sonrisa
quiero que llegue la mañana
y ver como tu rostro brilla
con caricias en nuestra cama.

Y si te susurro al oído
¡buenos días amor de mi alma¡
es cuando ya tus sentidos
sobre mi pecho derramas.

Porque me dices, te amo
mientras me ofreces tus labios
y te respondo, te adoro
mientras te miro a los ojos.
Se filtra el sol cauteloso
quizás no quiere molestar
cuando tus brazos y mis brazos
ya no se dejan de amar.

Ya nos está dando las doce
la una, las dos y las tres
y entre tus brazos mi goce
ya no deja de crecer.

Cuantas ganas de comer
después de comerte a besos
y el manjar para los postres
tenerte de nuevo en mi pecho...
















Un poema para besarte crayolita

Antonio Machado. A orillas del Duero

Mediaba el mes de julio, un hermoso día. 
Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía, 
buscando los recodos de sombra, lentamente. 
A trechos me paraba para enjugar mi frente 
y dar algún respiro al pecho jadeante, o bien 
ahincando el paso, el cuerpo hacia adelante 
y hacia la mano diestra vencido y apoyado 
en un bastón, a guisa de pastoril cayado, 
trepaba por los cerros habita de las rapaces 
aves de altura, hollando las hierbas montaraces de fuerte olor, a romero, tomillo, salvia, espliego. 

Sobre los agrios caía un sol de fuego. 
Buitre de anchas alas con majestuoso vuelo 
cruzaba solitario el puro azul del cielo. 
Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo, 
y una redonda loma cual recamado escudo, 
y cárdenos alcores sobre la parda tierra 
harapos esparcidos de un viejo arnés, guerra,
serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero 
para formar la corva ballesta de un arquero 
en torno a Soria. Soria es una barbacana, 
hacia Aragón, que tiene la torre castellana.

Veía el horizonte cerrado por colinas 
oscuras, coronadas de robles y de encinas 
desnudos peñascales, algún humilde prado 
donde el merino pace y el toro, arrodillado 
sobre la hierba, rumia; las márgenes de río 
lucir sus verdes álamos al claro sol de estío, 
y, silenciosamente, lejanos pasajeros, 
tan diminutos! ?carros, jinetes y arrieros, 
cruzar el largo puente, y bajo las arcadas 
ensombrecerse las aguas plateadas Duero.

El Duero cruza el corazón de roble de Iberia 
y de Castilla. Oh, tierra triste y noble,
 la de los altos llanos y yermos y roquedas, 
de campos sin arados, regatos ni arboledas, 
decrépitas ciudades, caminos sin mesones, 
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones, 
aún van, abandonando el mortecino hogar, 
como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar.
Castilla miserable, ayer dominadora, 
envuelta en sus andrajos, cuanto ignora. 
¿Espera, duerme o sueña?, sangre derramada 
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada. 
Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira; 
la mar y el monte y el ojo que los mira. 
¿Pasó? Sobre sus campos el fantasma yerta 
de un pueblo que ponía Dios sobre la guerra. 

La madre en otro tiempo fecunda , capitanes, 
madrastra es hoy apenas de humildes... 
Castilla no es aquella tan generosa un día, 
cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía, 
ufano de su nueva fortuna, y su opulencia, 
a regalar a Alfonso los huertos de Valencia, 
o que, tras la aventura que acreditó sus bríos, 
pedía la conquista de los inmensos ríos 
indianos a la corte, la madre de soldados, 
guerreros y adalides que al tornar cargados 
de plata y oro, a España, en regios galeones, 
para la presa cuervos, para la lid leones. 

Filósofos nutridos de sopa de convento 
contemplan impasibles el amplio firmamento 
y si les llega en sueños, con  rumor distante, 
clamor de mercaderes de muelles, Levante, 
no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa? 
Y ya la guerra ha abierto puertas de su casa. 
Castilla miserable, ayer dominadora, 
envuelta en sus harapos, desprecia, ignora. 

El sol va declinando. De la ciudad lejana 
me llega un armonioso tañido de campana 
ya irán a su rosario las enlutadas viejas. 
De entre las peñas, dos lindas comadrejas; 
me miran y se alejan, huyendo, y aparecen 
de nuevo, tan curiosas. Campos, obscurecen. 
Hacia el camino blanco está el mesón abierto 
campo ensombrecido y al pedregal desierto.

El 16 de mayo de 1889, Machado (al que apenas faltan tres meses para cumplir 14 años) aprueba el examen de ingreso en el instituto San Isidro. Para saber más, aquí. 
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