¿Sera que me volví loco?...

Entre la hiedra del campo
retoza como una diosa
mujer de cuerpo divino
suave y de piel hermosa.

Vestida tiene su alma
de sueños apasionado
desnudo su hermoso cuerpo
esperando ser gozado.

¿Sera que me volví loco?...
¿sera que estoy alucinando?...
si con los ojos abiertos
parece que estoy soñando.

Rozo con suaves caricias
esa piel de terciopelo
y fabrico corazones
con las trenzas de su pelo.

Mis labios se hacen pinceles
dibujando besos ardientes
desde el sur a las planicies
desde sus pechos a su frente.

¿Sera que me volví loco?...
¿será que estoy alucinando?...
si con los ojos cerrados
la veo y la estoy amando
y  el mismo sol se retira
para que siga soñando...


Un alegre funeral

Los funerales nunca son alegres, pero el de este 2020 va a ser para todos una gran fiesta, porque enterrar este nefasto año será para muchos dejar atrás una pesadilla a la que a esta pandemia arrebató a seres queridos y a muchos amigos cambiando nuestras vidas.

Maldito dos mil veinte
entre otros años malditos
tú fuiste semáforo verde
al sufrimiento infinito.

Llegaste sin avisar
y entre sofocos ahogados
al hospital me has llevado
para no salir jamás...

¿Cómo quieres que te quiera?
voy a enterrarte bailando
y espero pronto te pudras
mientras yo sigo gozando.

Autor:  

1.717.055 de muertos, ¿feliz navidad?


Con la cifra de muertos cabalgando hacia los dos millones de personas, este año me resulta muy difícil desear una Feliz Navidad, pero es lo que deseo para todos desde lo más profundo de mi alma...

Lo más importante es no dejarse llevar por esta situación en la que nos encontramos y tener la convicción de que esta situación va a desembocar en una situación más amable para todos. No es la primera vez que la humanidad ha pasado por graves pandemias y la hemos superado, no tenemos motivos para pensar que en esta ocasión va a ser diferente, solo tenemos que tomarnos la situación con fe y la esperanza de que pronto todo esto se va a normalizar si nosotros ponemos de nuestra parte para evitar los contagios...

Esta en nosotros el ayudarnos mutuamente para frenar esta situación para que mas pronto que tarde, regresemos a la normalidad con una vida plena y feliz...Este es mi mas ferviente deseo para todos con la esperanza de saber que la tranquilidad está por llegar pronto a nuestras vidas...

Autor:  

Justino Andrade, historia


Conocí a don Justino Andrade cuando él bordeaba sus floridos ochenta años y yo fatigaba mis treinta, enredada entre los turnos de un marido taxista y el infierno de tres hijos varones. Frente a mi casa había entonces una pensión: La Dorotea, chica, modesta. La dueña era doña Amparo, una española viuda y sin hijos. Mujer de mucho temple, gran cocinera, quien con la ayuda de una empleada mantenía la pensión como un jaspe. Y allí llegó un día don Justino. Un día de invierno frío y seco.

Lo vi en una de mis corridas al almacén entre el desayuno y el almuerzo. Lo recuerdo entrando a La Dorotea. Vestía un gastado sobretodo gris, sombrero negro y un poncho blanco y celeste terciado al hombro. Como único equipaje traía una pequeña valija. Lo vi y lo olvidé en el acto. Un día, sin embargo, comencé a fijarme en él. Pese a lo crudo del invierno, solía sentarse mañana y tarde en la vereda de su pensión armando sin apuro su cigarro y con el amargo siempre ensillado. Puse atención en él, pues vi que siempre me observaba en mis idas y venidas. Una mañana cruzó.
Buen día doña.
Buen día.
No se mate tanto m’hija. Vive la vida disparando pues. Pare un poco. ¿Pa’qué corre tanto?
Yo barría la vereda. Detuve la escoba para contestarle un disparate y me encontré con sus ojos sinceros, su mano callosa sosteniendo el mate y le contesté:
Qué más remedio don. Si no corro no me da el tiempo.
¿Y pa’que quiere que el tiempo le dé? Lo que no se hace hoy se hará mañana.

Desde ese día fuimos amigos. Me gustaba llamarlo después de almorzar. Nos sentábamos en la cocina. Él traía el amargo. Yo tomaba un café y conversábamos. Se sentaba junto a la ventana apoyado en la mesa. Miraba hacia afuera fumando pausadamente y me contaba historias.

Había nacido en una estancia de Santa Bernardina a fines del siglo diecinueve. Hijo de la cocinera, nunca supo si su padre fue el estanciero o el capataz. No se lo dijeron y él no preguntó. Apenas cumplidos los catorce años se unió a una tropa de insurgentes. Vivió a campo y cielo. Peleando en guerrillas internas. Fue herido de sable en el combate de Illescas, durante la guerra civil de 1904. Fue su última patriada

Enfermo y debilitado, consumido por alta fiebre, acompañó a su General hasta el arroyo Cordobés cuando éste se dirigía hacia Melo. No volvió a guerrear. Se estableció en La Amarilla hasta restablecer su quebrantada salud. Allí vivió cerca de la casa que en los tiempos heroicos habitara Doña Cayetana María Leguizamón, una paraguaya apodada La Guaireña, que según se dice fue amante de Rivera.

Me contó del dolor que lo aguijoneó cuando en enero del 21 vio pasar por Durazno, rumbo a Montevideo, el tren expreso que transportaba desde Rivera los restos de su General. Don Justino me contó su vida con simpleza. Como un cuento. Me dijo que nunca se casó, pero que creía tener tres o cuatro hijos por ahí. Hurgando en sus recuerdos me confesó que sólo una vez, se había enamorado de verdad. Pero que había mirado muy alto. Ella era la esposa de un hacendado. Una muchacha joven y muy bonita casada con un portugués viudo y con hijos.

Una primavera antes de terminar la zafra, ensilló su tordillo y se fue. Le faltaron agallas para pelearla y llevársela con él. No se arrepintió. No hubiese soportado vivir preso de una mujer. Él necesitaba el aire, el viento en la cara, el sol por los caminos, y el andar de pago en pago llevando la luna de compañera. No fue hombre de quedarse en ninguna parte. Fue domador y guitarrero. Anduvo esquilando por el Norte del país, solo o en comparsas. Diestro con la taba y muy enamorado. Andariego. Por eso no tenía historia propia. Ni familia. Ni amigos. Sólo anécdotas, historias de otros. Recuerdos. Y su visión de la vida, su filosofía aprendida de tanto andar y de tanto vivir. Casi iletrado, de espíritu rebelde, reaccionando siempre ante la injusticia social, fue don Justino un soñador de ideas avanzadas que muchos siguen soñando. En aquellas tardes de café y amargo descubrí en don Justino a un hombre íntegro, sincero hasta la exageración, simple y sabio.

Aprendí de él a darle otro ritmo a mi vida. A tomarme mi tiempo. A creer en mí. Y a saber que yo puedo. Se hizo amigo de mi esposo con quien compartía amargos y truco. Mis hijos lo aceptaron como de la familia, pero él nunca se entregó. Pese a que nosotros le brindamos toda nuestra amistad y cariño, don Justino conservó siempre cierta distancia. Y los años se fueron sucediendo entre problemas, tristezas y alegrías.

Había pasado largamente los ochenta y pico cuando un invierno se despidió de mí; varias veces me comentó el deseo de terminar sus días en sus pagos del Durazno. Deseché la idea de convencerlo de lo contrario. De todos modos, no me hubiese hecho caso. Y una tarde cruzó por última vez. No se despidió de nadie. Solo doña Amparo lo acompañó hasta la puerta de la pensión. Sentados en mi cocina y teniendo tanto de qué hablar, compartimos los últimos amargos en silencio.

La tarde empezó a escaparse por las rendijas. Él armó lentamente su cigarro, lo aspiró despacio. Por entre el humo miré su rostro cansado. Apretó mi mano con fuerza. Yo lo abracé y lo besé por primera y última vez. Como a mi padre, como a un amigo. Se fue con su sobretodo gris y su poncho blanco y celeste. Me dejó el regalo de haberlo conocido.
Supimos que murió en el tren antes de llegar a su pueblo.
Murió como vivió: andando.

Ada Vega, edición 2000  http://adavega1936.blogspot.com/
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