Tan fresca como un lucero
recorrías el camino,
con la cara reluciente
desprendiendo olor a trigo
y tus labios sonrientes:
mi condena y mi destino.
En la playa solitaria
vente a nadar conmigo,
que ya se fueron las nieves
y ahora es tiempo de estío.
El sol tu cuerpo desnudo
abrazaba en un suspiro,
sus largos brazos rozaban
lo más soñado y querido,
y yo, celoso, gritaba:
“¡cierra tus ojos, maldito,
vengan nubes que te cieguen
o te las verás conmigo!”.
¡Ay, amada, no me olvides,
llena mi alma con tu vino,
embriágame de tristeza
y alégrame con tu trino!
Tus senos dulces y tiernos
como frutas de Corinto,
tu estrecha cintura es seda,
tus piernas un claro brillo,
tu pelo liso y mojado
goteaba como un grifo
lágrimas entre mis manos
que tienen sabor divino.
Es tu boca quien me atrae,
son tus manos mi delirio.
¡Ay, amada, no me olvides,
llena mi alma con tu vino,
embriágame de tristeza
y alégrame con tu trino!
Juntos, dos cuerpos se abrazan
al calor de un sol tardío,
empapados en arena
en un solear umbrío;
se conocen, se recorren
por caminos infinitos,
se abandonan un instante
a placeres encendidos,
al derroche más sublime
de la piel y los sentidos,
y en la noche negra noche
con el alba por testigo,
juntos, dos cuerpos se funden,
juntos, el tuyo y el mío.
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