Poesia del siglo de oro, Gongora


Ya besando unas manos cristalinas,
ya anudándome a un blanco y liso cuello,
ya esparciendo por él aquel cabello
que Amor sacó entre el oro de sus minas,

ya quebrando en aquellas perlas finas
palabras dulces mil sin merecello,
ya cogiendo de cada labio bello
purpúreas rosas sin temor de espinas,

estaba, oh claro Sol invidïoso,
cuando tu luz, hiriéndome los ojos,
mató mi gloria, y acabó mi suerte.

Si el cielo ya no es menos poderoso,
por que no den los tuyos más enojos,
rayos, como a tu hijo, te den muerte.
Con diferencia tal, con gracia tanta
aquel ruiseñor llora, que sospecho
que tiene otros cien mil dentro del pecho,
que alternan su dolor por su garganta;

y aun creo que el espíritu levanta,
como en información de su derecho,
a escribir del cuñado el atroz hecho
en las hojas de aquella verde planta.

Ponga, pues, fin a las querellas que usa,
pues ni quejarse ni mudar estanza
por pico ni por pluma se le veda;

y llore solo aquel que su Medusa
en piedra convirtió, por que no pueda
ni publicar su mal ni hacer mudanza.

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