A que apenarse...
¿A qué apenarse tanto por las cosas?
Guardemos el pesar para lo irreversible.
Si se olvidan los besos y marchitan las rosas,
soportemos la vida, con ánimo apacible.
Vistámonos con alas de etéreas mariposas,
soñemos en lo alto la cumbre inaccesible,
que dejando detrás ideas enojosas
la vida cotidiana será más accesible.
Aceptemos un mundo que sea conciliable;
un solo hecho cuenta carácter trascendente:
el hecho de no ser, un día, de repente,
y de decir adiós a todo lo mutable,
viviendo en armonía, tratando que no estorbe
nada de lo minúsculo, ante el girar del orbe.
El muñeco...
¡Madre!, clama en voz mi ferviente mensaje;
¡madre, mi madre, acude porque te necesito!
La voz, primero tierna, haciéndose salvaje:
al comenzar fue ruego, termina siendo grito.
Todo ansias de amor el son de mi lenguaje,
salvando las alturas en pos del infinito,
desesperante, alcanza, tras impetuoso viaje,
acento de mandato para aquel ser bendito.
Sólo que a su momento la voz pierde en eco;
el sonido se expande con angustia, ausencia,
y recuerdo, de pronto, el ¡Mamá!, muñeco.
Yo también lo repito, como él lo repetía,
y me siento el muñeco de trágica presencia
ya que nadie responde, mi dulce madre mía.
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